sábado, 31 de marzo de 2007

CCLXXIX TINTERO VITUAL, homenaje a John Barth.- La ópera flotante

CCLXXIX TINTERO VITUAL, homenaje a John Barth
Muchas gracias a todos por el tintero que me otorgáis, y aunque sea compartido con el amigo Iconoclasta, me permito abrir yo el siguiente y poner tema, por aquello de que fui el primero en ganar.
Quedáis todos invitdos en el Poney Pisador a las correspondientes morcillas leonesas, picantonas y radioactivas, esas que se comen una vez y se degustan al menos cincuenta.
Espero que Iconoclasta me permita la broma, pero en todo caso, si quiere calificar, reducir o ampliar el tema que ppropongo, suya es la potestad y el derecho, y aquí queda esa invitación a proponer tema doble.
Y sin más preámbulos ni parabienes, procedo a proponercomo tema el título d euna obra de este curioso autor norteamericano.
TEMA: LA ÓPERA FLOTANTE.
saludos y encantado de estar con vosotros.

INCUUS 19/01/0701:35


Re:homenaje a John Barth.
Buenos días y enhorabuena por este tintero Incuus. Hubo un pequeño error en el recuento, tus votos harían co-ganadora a Blanka.
Saludos.

Iconoclasta 19/01/0710:27




  • La Opera Volante.
La Opera Volante.
Otra majadería del Paco. Un escritorcillo amigo conocido de él le metió la idea en la cabeza, hacer una ópera volante. Lee el escrito del redactor de estupideces, que le come el coco, (su tarro a estos efectos solo tenía megalomanía y melomanía, por cierto),y empieza a saborearlo, le da una vuelta al cabriolé de su fantasía y empieza a madurar el engendro. Que si esto se podría sostener en una simple pared vertical, que si desde aquí podría caer una lámina de agua iluminada por luces rosas, que si aquí podría sostenerse el artificio con unos simples cables, que si esto sería superbonito, que si esto y lo otro y lo de más allá tendría cuerpo y enjundia, que si que sí puede hacerse, que sí que esto lo hago yo con mis dos cojones. Y ya sabes como se las gastaba. Así que mandó al más famoso arquitecto de Europa, Japón, y los sietes mares de Simbad, y le dijo: quiero una Ópera volante. Y Santiago de Calatroca, que así se llamaba el arquitecto le dijo: te voy a diseñar algo que hace historia, te vas a chupar los dedos, Paco. Y vaya que si lo hizo. Lo colosal de su estupidez e imbecilidad es desproporcionado como algunos insectos palos que no parecen ser insectos y son bichos más bichos que ninguno. La explanada al aire libre se abre por encima del suelo a una altura de cincuenta metros. Sostenida por una torre de cien metros, la superficie parece que cuelga sobre la altura, novecientos metros cuadrados de superficie sobre las aguas, y cien metros cuadrados de palcos y butacas. Y por encima un techo de cristal. Es tan solo un auditorio mediocre, pero con la curiosa particularidad de su altura, una aberración. Una aberración estrafalaria y complicada, se tarda un cuarto de hora en subir, para nada. Ni se da ópera en ella ni nada, si acaso un concierto de vez en cuando y como todo además se sostiene por cables de acero, pues que todo parece que tiembla, y la gente no escucha la música del miedo que coge. Eso sí, bonita sí que es. Como han puesto unas bancadas de flores colgantes a los laterales pues parecen los jardines de Babilonia. Y esos focos que lo iluminan todo de noche, ¡¡¡qué gasto de luz más estruendoso¡¡¡. Y esa cortina de agua que cae desde la torre, y todo acristalado, lo que debe de costar el limpiarlo. En fín , hizo historia, nada más hecha, el Paco que ve la primera Ópera, sube a la torre, y se arroja. Cien metros de caída libre y en picado sin profilácticos. Justo cuando lo del gallito de la Jallas, la soprano, justo en el dó de pecho, el Paco volandero que baja los cien metros desde su soberbia y se dá contra el suelo, y joder, ¡¡¡¡ el hijo de puta que no se mata¡¡¡¡¡, cuarenta huesos rotos e invalido de cuello para abajo, pero vivo. Y toda la gente aplaudiendo y chillando, y dos bandos, unos diciendo: otra otra otra otra; y otros, llorando como Magdalenas penitentes. En fín. La Opera Volante. Primer premio en el Festival de Arquitectura de Chicago.
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Francisco Antonio Ruiz Caballero

Escritorcillo 19/01/0713:32




  • La croqueta de cristal.
Philomaena Benson se extañaba una y mil veces de que una chica exquisita como Yohana pudiera estar haciendo su música en aquella taberna grosera del puerto espacial del planeta Cannas.
Admiraba su figurita fría que pasaba entre las mesas saludando a los clientes, rechazando las manos que querían tocarla, sonriendo. Le gustaba su cráneo bien afeitado, sus enormes ojos negros y su sari color azafrán.
- ¡Yohana, te voy a llevar a la Ópera! -le dijo a la tarde siguiente.
- Me gustaría -sonrió la chica-, pero en esta parte del espacio no hay. Somos la última frontera, somos brutos y nos gusta la música maleducada.
- Han puesto en órbita una Ópera a unos pocos parsecs de aquí, y te aseguro aque es lo más nuevo y lo más moderno que flota en el espacio. No puedes estar siempre aquí, Yohana, encerrada en el puerto con los navegantes borrachos, desperdiciando tu música.
Y aunque Yohana, humildemente, no creía que se estuviera desperdiciando nada, se marchó corriendo a arreglarse, se puso su mejor sari dorado, se perfumó el suave cráneo y se reunión con Benson en diez minutos.
- ¡Estás preciosa!
El edificio de la Ópera Flotante se veía desde muy lejos por su brillo. Parecía una esfera de diamente.
- ¿Cómo lo han hecho? -dijo Yohana, con asombro.
- Han partido de un grandioso grumo de plástico inflamable cubierto de polvo de sílice, tal como se reboza una croqueta. Lo han llevado al espacio y han provocado una reacción química en el corazón de plástico, que ha generado mucho calor y se ha expandido. El exterior de sílice se ha fundido, pero enseguida el frío del espacio lo ha compactado, cristalizado, y ha formado esa costra transparente, esa enorme pompa brillante. ¡Es una idea genial! Todo el interior es transparente, está hecho también por procedimientos de neocristalización: los suelos, los asientos, las paredes...
- ¡Ay! -se agitó Yhana con inquietud- ¿Quieres decir que los techos son de cristal y que los del piso de abajo me pueden ver las plantas de los pies?
Y se marchó corriendo a cubrírselas con henna porque, según la religión de los artistas de música corporal, las sebnsibles plantas de los pies eran sagradas y nunca se debían mostrar desnudas del todo.

BLANKA-L 20/01/0701:07




  • La extraña vida de Flavio Soci. Opereta Flotante.
Flavio Soci era barítono del Teatro de la Ópera de Roma. Sólo creía que existía una única vida posible y motivadora, la que le proporcionaban los escenarios, su chorro de voz, su talento, los aplausos del público y la opípara dieta que engullía en los entreactos. Los ensayos le aburrían mortalmente porque aseguraba que no los precisaba. Si de él dependiese transitaría del camerino al escenario como quien sólo pisa bien las tablas sobre ellas, y fuera de ellas se siente inseguro, un simple mortal, un cero a la izquierda. En definitiva, Flavio Soci nunca salía a la calle y residía desde hacía veinte años en su camerino. Se hacía servir las mejores y más selectas viandas de los restaurantes más caros y prestigiosos de Roma. Cuando se quedaba solo en el teatro se aventuraba a pasear entre bastidores sin encender las luces y practicamente a ciegas. Aspiraba el olor característico de aquel teatro. Su fino olfato le traía aromas de lugares remotos por simple asociación de sinestesia. Aquel teatro de la ópera olía al mar de Chipre, a los canales de Venecia que viera Otelo, a las estériles tierras de la Castilla del siglo XIV de La Favorita, los ambientes vieneses y alemanes del joven Werther, el barrio latino parisino de Rodolfo y Mimi, la Nagasaki de Madama Butterfly, la Italia napoleónica de Tosca, la corte egipcia en el palacio imperial de Menfis de Aida, la Vizcaya y Aragón del siglo XV de Il Trovatore.....Si, Flavio no precisaba salir del teatro para sentir que su vida cobraba todo el sentido del mundo y sentía la presencia global y total del orbe entera entre aquellas cuatro paredes de altísimos techos y preciosísimas lámparas. Sus compañeros, tenores, sopranos, barítonos,...le tenían por loco. Pero como a muchos locos, también lo consideraban un genio entre los genios no sólo por su portentosa voz, sino por su manera de calibrar las cosas de la vida, su prisma peculiar y único.
Flavio Soci sólo aceptaba la visita de su madre una vez al año, el 30 de marzo, día de su cumpleaños. Cuando Flavio cumplió cincuenta años le comunicaron que su madre no lo visitaría más. Había fallecido atropellada por un tranvía cuando ella se dirigía al Teatro de la Ópera para cumplir con el rito anual. Flavio se negó a salir para acudir al sepelio. Hizo mandar cincuenta coronas de flores de orquídeas blancas, que conmemorasen los cincuenta años de preciosa relación filial.
Flavio Soci murió mucho tiempo después tal y como él quería, sobre los escenarios, interpretando al libertino duque de Mantua en Rigoletto, cuando mostraba un desdén absoluto por Gilda en particular y las mujeres en general en la segunda aria. Se le atragantó un sostenido y murió infartado. Nadie acudió a su sepelio. Ni siquiera sus compañeros de reparto.

gemmayla 20/01/0717:48




  • El Vuelo De La Ópera Espiral.
Había gran regocijo por la perspectiva del acontecimiento y las cosas se realizaron con gran esmero. Se trajo iluminación profesional de allende los mares que se instaló en el entoldado levantado para dar cabida a una pasarela de modelos construida con maderas tendidas sobre toneles de latón cubiertos de hule imitación terciopelo verde, y también se contrató a dos virtuosos de la guitarra para amenizar y dar glamour al conjunto. Los organizadores se congratulaban por la capacidad de convocatoria que suscitaba el evento frotándose las manos, dándose palmadas en la espalda el uno al otro y, cada cual las propias, rascándose satisfechos las gónadas por encima de los pantalones. Durante unos días pasearon así, ufanos, por las calles de la capital comarcal mientras eran agasajados y se les obsequiaba con todo tipo de suministros bebibles, comestibles y fumables, al tiempo que eran seguidos por una turbamulta entusiasta y enfervorizada.
El día señalado para el festejo las gentes abarrotaban el entoldado sobrepasando el número de sillas plegables y hubo que distribuir personas por el suelo, de forma que se hizo necesario acomodarlas en colchones. El ambiente era de gala, todos se habían limpiado las manos antes de salir de casa por si las modelos llevaban intención de dejarse tocar y algunos se lamían las palmas para que resbalaran mejor, pero cuando los guitarristas llegaron tambaleándose bajo el efecto de la bebida, haciendo eses, con la cara muy pálida e impregnados de sudor frío, surgió un turbio presagio que quedó confirmado al ver a los dos, con sus guitarras poco estables sobre sus rodillas, entonar "Cecilia" de Simon y Garfunkel desafinando en diferentes tonos.
Tras unos murmullos funestos los guitarristas beodos empezaron a repetir y a repetir la ejecución de "Cecilia" de Simon and Garfunkel al no haber ovación alguna del público que les hiciera saber que la canción había llegado a su fin. Con los acordes de la sexta arremetida llegó una nota de la directora de la Escuela de Modelos diciendo que les había surgido otra cosa en otro sitio. Se recurrió de inmediato a hijas, madres y hermanas de cuanto funcionario municipal se hallaba presente para sustituir la insustituible profesionalidad esperada en un acto de esta clase. El público con los ojos abiertos como platos, en blanco, ante la duodécima interpretación de "Cecilia" de Simon and Garfunkel, apenas era consciente de lo que sucedía a su alrededor, de manera que las ninfas de importación fueron suplantadas por las popularmente conocidas como “parientas”.
No hubo en principio grandes protestas entre unos espectadores aturdidos por la música. Como las tablas no estaban asentadas con firmeza y las improvisadas modelos no dominaban aún los secretos de la pasarela, el cimbreo alteró su ya poco armonioso paso, haciendo que temblaran piernas, carnes y orejas. Mientras, "Cecilia" de Simon and Garfunkel se tornaba gangosa. Cuando algunos ya lloraban, ora por la quincuagésima repetición de "Cecilia" de Simon and Garfunkel, ora por ver a las mujeres de su familia humilladas sobre las tablas, alguien de entre el respetable emitió un prolongado gemido suplicante y doloroso que rompió como por ensalmo el hipnotismo escénico.
La iluminación profesional fue devuelta vía patada a su país de origen y se prendió fuego al hule que cubría los toneles, con lo que algunas de las “parientas” quedaron atrapadas entre dos hogueras sobre las maderas que no dejaban de bambolearse. De esta manera, se inició una danza a la luz de las llamas dando a la masacre que se iba a desarrollar un toque “go go”, pero con aires infernales. Bajo el influjo de esa catarsis, las “go gos” infernales fueron rescatadas con cariño y cordialidad familiar por todos los asistentes, deseosos de expresar el inmenso afecto que repentinamente sentían por ellas, y los guitarristas fueron quemados ritualmente mientras el edil y el teniente de alcalde cantaban "So Long" de Simon and Garfunkel.

SEMENTERIO 20/01/0722:54




  • La impertinencia.
En el antepalco la mano enguantada de Irina, en un acto inconsciente e irresponsable, deja caer los impertinentes. La luz de las monstruosas arañas colgantes, tenues, apaciguadas durante la actuación, se refleja levemente en las lentes -en vertiginoso descenso- y lanza destellos arbitrarios entre el concentrado público. Los elegidos no se perturban, centrados en la escala de notas esculpidas por la diva, descomunal, brillante, altiva. Es después -en el intervalo inmediato- cuando, con movimiento unánime, el auditorio gira la cabeza hacia el lugar de donde procede el estrépito, el casi mudo estruendo, un ruido seco, de metal rebotado, amortiguado por la encarnada moqueta. Como un resorte, los centenares de ojos, tras el rápido castigo de miradas reprobadoras, vuelve a la fuente de la que manan decididas las lacónicas y deliciosas notas.
En el segundo acto, después de varios bostezos, Irina -en impúdica postura- sube un pie al antepalco repujado en pan de oro, alza los brazos en cruz y, sin reparo, flota por encima de las severas cabezas deleitadas y abstraídas en las cadencias hipnóticas y agudas. Irina se eleva hasta el techo engalanado con un gran fresco que representa los gomosos y exagerados cuerpos de Acis y Galatea, para caer en picado hasta los tan necesarios impertinentes, delatores de bostezos y fingimientos, de miradas pecaminosas y lascivias encubiertas. Con el trofeo en el puente de su nariz, regresa a su lugar, orgullosa en el porte, ajena a la tempestad que acaba de desatar.
El público, enojado ante tamaña falta de respeto y decoro, detiene la función; la diva, sumisa ahora, enflaquecida en su altivez, calla, dejando las notas rebotar contra el suelo y volver a su boca, inflando el cuerpo de dorremis fasoles a la espera de reemprender la marcha incesante y armoniosa hasta las cavidades de los oídos forasteros que la escuchaban absortos.
Pero es necesaria la lección moralizante, los pequeños desmanes, si tolerados, se convertirían en revoluciones desastrosas y de consecuencias imprevisibles. El auditorio, al compás, se incorpora en sus butacas, dejando tras sus suelas una hendidura marcada por un vergonzoso rastro de mugre sobre el impoluto terciopelo que con altruismo los cobijaba en su regazo y -con leve impulso- se elevan y arremolinan pamelas y chisteras, sin estridencias, en vaporoso movimiento. Suspendida, la masa se agolpa frente al antepalco culpable y a escasos centímetros del rostro de la mujer responsable de la atroz descortesía, como un gran monstruo de quinientas cabezas, frunce el ceño y regaña con el índice censor, centenares de manos alzando el implacable juez de las falanges erectas, oscilante, riguroso, brutal. Irina, aterrorizada, no tiene más campo de visión que entrecejos convexos, ojos encendidos de furia y pendulares dedos. Se ahoga en su lividez y la masa reacciona. La masa comprende. La masa es compasiva y perdona. Se posan de nuevo con suavidad, como copos de nieve, en los mancillados sillones.
Un do prolongado, de precisión impecable, vacía el hinchadísimo cuerpo de la soprano quien, como diez elefantes, había cubierto cada gota de aire del gigantesco y ampuloso escenario con la redondez excesiva de su cuerpo inflado de notas. Ese do es preludio y anuncio del regreso a la melodía suspendida, retoma su viaje en cadencias hipnóticas, destellos sonoros, embaucadora de ilusos, letargo de esperanzas pero, al fin y al cabo, deparadora de alegrías sedativas a nuestro pueblo y su gobierno. Irina, el público, los impertinentes -olvidado el delito- se regocijan en la tempestad acústica y mientras unos se dejan llevar por sus sueños, otros escudriñan los sueños ajenos buscando la falta, la grieta, la herida. Las notas, libres ahora, no descansan en su frenesí viajero, liberadas de su medio, la cuerda vocal, vagan despertando los tedios.

Chesterton 22/01/0718:03




  • La música de las esferas.
Lo que ocurrió aquella noche en el Teatro Real permaneció en secreto durante muchos años. Son pocos los que están al tanto de la historia, y de éstos apenas algún perdedor, desengañado de la vida, se atreve a relatar algún detalle, no sin antes engullir media botella de whisky. Fue uno de estos despojos humanos el que me narró lo sucedido a la casta diva Montserrat Ferrater en la noche del estreno de Don Guareschi. Fue en el último acto, cuando la soprano canta el aria Non mi buttare per la finestra, y en un prodigioso alarde de virtuosismo emprende un delicado vuelo por la escala, regalando al espectador con la belleza misma hecha música. Lo que observaron los presentes a continuación bien pudo ser resultado de los cuatro entreactos que habían visto al venerable acudir al ambigú para deleitarse con la consabida copita de Moêt Chandon. Sea como fuere, al atacar el desenlace del aria la prima donna dejó a todos sin habla con el más límpido do de pecho que jamás vieran las tablas del Real. Y cuentan que fue entonces cuando sus pies se alzaron del escenario, los velos de su vestido ondearon con la brisa de la ventilación artificial y su rostro adquirió los rasgos de una virgen de Botero. Sus rasgos comenzaron a redondearse, los carrillos hinchados, la frente ancha, y los velos se separaron de su cuerpo como impulsados por una fuerza interior. Se ensanchaba y se ensanchaba y ascendía como una pompa de jabón, liviana y sutil.
Ni un rumor se oyó entre el público. Todos contemplaban boquiabiertos aquel alarde escenográfico. Fue el grosor creciente de la casta diva lo que despertó los primeros murmullos. Cuando en su ascenso perdió la vertical y comenzó a oscilar mostrando al patio unas rollizas piernas y un retador e inoportuno tanga beige, los murmullos se convirtieron en quejas indignadas. Hasta que una figura apareció en el escenario. Un hombrecillo gris, vestido de frac, el director de escena. Su rostro desencajado alarmó a los asistentes, que en el acto supieron que no había hilos que elevaran a la ya esférica cantante. Comprender ésto y desatarse el pánico fue todo uno.
A partir de aquí los relatos divergen. Casi todos coinciden en que el terror cundió en el patio de butacas, y que desde los palcos sugían gritos, dedos incrédulos y miradas aterradas, que apuntaban a la bola de gasas que flotaba caóticamente, lenta y elegante, mientras profería aquel do de pecho que no tenía trazas de acabar. Según algunos hubo tramoyistas que trataron de cazar a la soprano encaramados a las bambalinas y armados de bicheros, redes e improbables cazamariposas. Según otros el personal se limitó a gritar incoherentes instrucciones de navegación a la desorientada esfera cantante. Hay quien subraya el pánico que poseyó al reparto, que vagaba por el escenario espantado y profiriendo gritos impecablemente armónicos en la menor y en si bemol mayor. Cierto conserje asegura que el tenor, presa de un ataque de histeria, salió al escenario armado con una escopeta dispuesto a poner fin al aria de manera wagneriana. Pero todos coinciden en la serenidad que mostraba la familia real en pleno, aposentada en su palco, entre la burguesa barahúnda y el terror paralizante de los guardaespaldas.
Y dicen que fue entonces cuando el monarca perdió sus rasgos espartanos para hincharse cada vez más y más, hasta alzarse lentamente y abandonar el palco arrastrado por la brisa, acompañando a la soprano en aquella música de las esferas. Y aquí y allá comenzaron a elevarse orondas pelotas burguesas, el rostro arrebatado por la belleza del do. El vocerío remitió y conforme reinaba el silencio se alzaban las esferas llevadas por el éxtasis. ¡Qué do! ¡Qué belleza! ¡Oh, la ópera! Al cabo de unos minutos sólo un viejo acomodador sordo quedaba en el patio desierto, contemplando la danza de aquellos melómanos que flotaban por el recinto como globos de helio, ebrios de música, de vanidad y de Moêt Chandon.

Kastorp 23/01/0702:55




  • ¿La conoce?
Cuando alguien llama un domingo al portero automático y coges el telefonillo, lo primero que piensas es que algún desaprensivo ha aprovechado el festivo para repartir publicidad y hacerse unos cuartos extra a costa de la tranquilidad ajena, pero cuando contestan abajo que es la policía echas de menos al repartidor.
Abrí dócilmente la puerta y esperé a que subiesen. Eran dos agentes, uno pelo blanco y el otro casi un chaval al que el uniforme le sentaba como un disfraz. El más viejo me saludó, me preguntó si era Gonzalo Pozuelo y cuando respondí afirmativamente me alargó la fotografía de una mujer muerta con el rostro tumefacto y bastante desfigurado.
—¿La conoce? —me preguntó después de unos segundos.
—No. Creo que no —respondí.
—Llevaba su nombre y su dirección en la cartera —explicó el más joven.
Yo me encogí de hombros.
—Comprendan que así, en una fotografía como esa... —traté de justificarme.
El del pelo blanco parecía esperar esa respuesta, porque se agarró a ella de inmediato.
—Tenemos que pedirle que nos acompañe al depósito de cadáveres, por si pudiera identificar a la difunta.
Comprobé con tres palmetazos por mi anatomía que llevaba las llaves, la cartera y las gafas, y baje en el ascensor con los dos agentes.
El trayecto no se dio mal: viajar en un coche patrulla no agiliza el tráfico ni te libra de los semáforos, pero por lo menos no te pita ni Dios.
De la sala donde tenían a la mujer sólo recuerdo los azulejos blancos y el olor a alcohol y desinfectantes. La muerta estaba tapada con una sábana blanca y cuando estuve lo bastante cerca, un operario con bata verde descubrió su rostro.
—¿La conoce? —insistió el policía del pelo blanco?
—Me suena su cara. No la ubico, pero me suena —repuse reprimiendo una náusea. El policía más joven debía se de mi misma opinión porque se mantuvo prudentemente al margen.
El operario de la bata verde descubrió entonces completamente el cadáver desnudo de la muerta.
—No es muy agradable, peor es necesario —trató de justificarse.
—Tenía razón, al menos en la primera parte de su afirmación. El cuerpo de la mujer estaba lleno de golpes, y presentaba una herida larga y brillante en el abdomen por el que asomaba el tracto intestinal. También tenía una cicatriz en forma de ese en el tobillo.
Y entonces recordé.
Aquella cicatriz se la había hecho mi perro allá por el año setenta. Era ella. Hacía veinte años que no la veía. No sabía en qué circunstancias había muerto ni qué vida había llevado desde entonces.
Durante un tiempo nos vimos sólo los veranos, en Toledo, y luego, cuando los dos nos mudamos a Madrid empezamos a vernos varias veces a la semana. Hubo algo. Hubo mucho entre nosotros.
—¿La conocía? —preguntó una vez más el policía canoso.
¿La conocía? Me pregunté yo. Se llamaba Pilar. Pilar Monzón. En ella, Monzón no era tanto un apellido como un perfecto adjetivo que la describía completamente.
¿La conocía? No podía responder a eso. Con ella tenía la impresión de ser como aquel granjero que vivía al borde del Mississippi y que todas las tardes veía pasar por delante de su casa a la Ópera Flotante, un gran barco de vapor en el que se embarcaba la flor y nata de Nueva Orleans para cenar ostras y escuchar una ópera durante la travesía. En el barco se representa siempre la misma ópera, y el granjero oye cada día un fragmento cuando el barco sube río arriba y otro cuando el barco baja de regreso. ¿Puede decir el granjero que conoce esa ópera?
No lo sé. A lo mejor conocer a alguien es eso: contemplar fragmentos. Tratar de unirlos. Inventar lo que falta.
—¿La conocía usted? —repitió el policía.
—Se llamaba Pilar Monzón y le pedí matrimonio hace treinta y dos años. Me dijo que no —respondí tratando de ser objetivo.
Luego volví a casa preguntándome por que guardaba aún mi dirección. Seguramente me esperaba para los plausos.

INCUUS 23/01/0722:35




  • El humo que truena.
Odiaba la música. Ensayos interminables habían creado en él una aversión sin límite a cualquier sonido melodioso. Su primer maestro de piano, ya en la infancia, jamás sospechó que estaba creando un monstruo al ordenarle repetir las escalas una y otra vez. Creó en él un hábito que le atrapó como una camisa de fuerza.
Tocaba como un poseso del ritmo. En lo más hondo de su conocimiento, a veces lúcido, se daba cuenta de que lo suyo era una obsesión y deseaba que alguien o algo, lo que fuera, detuviera el desenfreno. Era estresante. Era un no vivir.
Su fama se extendió con rapidez. Le llamaron para que formara parte de la orquesta en una gira extraordinaria. Se iba a representar una ópera bufa; un estreno mundial que los patrocinadores habían exigido se llevara a cabo en un marco incomparable, exótico de verdad. Se habían talado algunos árboles en las riberas del Zambeze, en un perímetro suficiente como para colocar tribunas de espectadores que quedarían deslumbrados por la mezcla del sonido natural salvaje y la música más extravagante del siglo XXI. Algo nunca visto. El impacto ambiental se compensaría adecuadamente más tarde.
Una barcaza, propulsada a remo y vela para aportar sosiego a la escena, se deslizaría arriba y abajo por el río mientras en cubierta los actores interpretaban la obra; “Avverso, ma ché cosa fa “del maestro Funghi, un compositor transgresor que sonaba fuerte en los círculos musicales. Estaba de moda.
La expectación era enorme. El público, multinacional y millonario en su mayoría, abarrotaba los escaños de las gradas con sus galas más llamativas, los pícaros se colaban por debajo, y se oía cómo el coro, sobre la cubierta engalanada, atacaba el preludio con un ascendente y repetitivo; ¡Avverso! ¡Avverso! ¡Avverso!
La barcaza se deslizaba majestuosa río abajo, mientras el gentío miraba hipnotizado al pianista que agitaba su flequillo aporreando las teclas en un fortísimo vibrante. El temblor se propagó al navío que, cual toro enfurecido, empezó a agitar las aguas dejando al descubierto las enormes raíces de las orillas del río que habían estado hasta entonces sumergidas; raíces de todo tipo, largas, redondas y cuadradas. Los remos terminaron enredándose en ellas y se perdieron luego en los embates y marcharon flotando corriente abajo. La gente miraba con ojos de asombro. Se apagaron las voces y empezó a oírse un murmullo diferente.
Todos a una, el coro, el tenor, la soprano, el barítono y los músicos estaban soplando contra la vela en un esfuerzo supremo, pero, la barcaza, en vez de rolar y volver contra corriente como era el plan previsto si no hubieran desertado los remos, siguió río abajo hasta precipitarse por la enorme catarata que era el orgullo patrio, con sus cien metros de caída libre y su ruido atronador. Hubo un agudo final, a coro, ciertamente memorable, con percusión natural, seguidos de un minuendo y un silencio estupefacto.
Así se contó en la crónica de un diario.
PD: Avverso = Reacio

ASOMBRILLADA 24/01/0709:56




  • Lo que nadie contó nunca.
En la sala magna del Ayuntamiento de Sevilla, bajo las arañas de cristal y vigilados por los retratos de antiguos mandatarios, se reunían aquel día las autoridades civiles, militares y religiosas. Se trataba de la presentación de una colosal obra de ingeniería que proporcionaría fama y lustre a la ciudad. Desde el interior de la sala, se escuchaba el aliento de la multitud, agolpada en la Plaza Nueva, anexa al ayuntamiento.
— Como todos sabemos el Gobierno de la nación se ha volcado con Sevilla en este quinto centenario de la Hispanidad. Con este motivo se han aprobado los créditos necesarios para las obras de infraestructura que acompañarán a la Exposición Universal que... —empezó a decir el alcalde que fue interrumpido por el aplauso espontáneo de los presentes— ... Quiero dar la palabra al Gran Comisario General para que nos explique el innovador proyecto, orgullo de futuras generaciones de sevillanos —acabó de decir entre grandes ovaciones.
— Gracias señor alcalde. Tengo el honor esta tarde de presentar, ante este augusto auditorio, el proyecto que para nuestra querida ciudad ha preparado el conocido ingeniero británico Richard Tartesso. Se titula así: “Proyecto de una Ópera Flotante, sobre el río Guadalquivir a su paso por la ciudad de Sevilla” —pronunció de manera solemne el Gran Comisario mientras en la sala se escuchaban exclamaciones de asombro y vítores.
El rumor pronto corrió entre el pueblo congregado a las puertas del ayuntamiento, se dieron escenas de éxtasis, hubo desmayos, una alegría desenfrenada invadió a las masas y pronto se extendió por toda la ciudad.
¡Una opera flotante!, ¡Viva Sevilla y viva la Virgen Macarena!, ¡Seremos la envidia del mundo! Desde aquel día la ciudad quedó sumida en una catarsis colectiva, todos los males quedaron olvidados, sólo se vivía pensando en el momento de la inauguración de la Ópera Flotante. En la ciudad no se hablaba de otra cosa, en los colegios, en los cuarteles, en los supermercados.
Las obras faraónicas comenzaron, en primer lugar se construyó una plataforma flotante sobre pontones. Luego se estabilizó la misma, con un sofisticado sistema de contrapesos que compensaban el efecto de bamboleo producido por las mareas. Una vez dispuesta una plataforma estable se construyó el auditorio sobre ella, no se escatimó en materiales ni en detalles. La Ópera Flotante era algo más que un auditorio, era un símbolo, era la ilusión de un pueblo.
No recuerdo haber visto nunca tanta gente como en el día de la inauguración de la Ópera Flotante. Estaba toda Sevilla, las márgenes del rió eran un hervidero de gente. La Opera Flotante lucía ufana frente a la Torre del Oro, estaba atestada de autoridades. Las calles, adornadas con farolillos y banderines para la ocasión, bullían de alegría. Vendedores de azúcar dulce, puestos callejeros de tatuajes, mimos estáticos y echadoras de cartas completaban el paisaje festivo. La ilusión se palpaba en cada rincón.
De repente, dos minutos antes de la hora anunciada para la inauguración, una gigantesca ballena blanca asomó desde el fondo del río. Abrió su enorme boca y se tragó a la opera flotante con todo su contenido, humano y material, volviendo al fondo del río. Todo sucedió en un segundo, de manera muy silenciosa, nadie escuchó a la ballena salir ni volver a sumergirse, sólo unas ondas en la superficie del agua delataban lo sucedido.
La muchedumbre, testigo de lo ocurrido, enmudeció, nadie dijo nada. Se quedaron algunos minutos mirando las calmadas aguas del río y poco a poco, se fueron dando la vuelta y regresaron a sus casas. Por el camino, los hijos no preguntaron a los padres. La gente caminaba por las atestadas calles en silencio, sin mirarse.
Nunca más se volvió a hablar sobre lo sucedido aquel día.

Iconoclasta 24/01/0720:35




  • Desdémona.
A Desdémona le marcó el destino un padrino amante de la ópera y de las letras de Shakespeare. A sus padres que no tuvieron apenas posibilidad de aprender a leer y a escribir, el nombre les pareció un tanto extraño para una criatura tan pequeña, pero en aquellos tiempos de pobreza y necesidad estos detalles carecían de importancia. Aquel apadrinamiento por parte del amo de la hacienda vendría acompañado de una moneda de plata y un cesto con ropa desechada por su propia hija que tenía más edad.
Desdémona llegó a los siete años con el cuerpo pequeño y flaco pero no exento de armonía, en su cara morena aparecían como engarzados unos ojos verdes y brillantes que ella solía fijar en los demás con la avidez de un felino. La muerte de su madre dejándola tan pequeña, conmovió el corazón de la señora de la hacienda y después de consolar al viudo decidieron llevársela a la casa grande. El ama la puso bajo las órdenes de la cocinera, que era una buena mujer, y a partir de aquel día la niña dedicó todas las mañanas a los quehaceres en la casa con los que iniciaría su largo aprendizaje. Las tardes las pasaría con los hijos de su padrino, Román de diez años y Julia de ocho, con ellos empezó a compartir horas de estudio y tiempo de juego.
La niña acostumbrada a la vida del campo, se mostró ágil y emprendedora y Román no tardó en aceptarla como a un igual. Julia, más serena, aunque se dejaba arrastrar por ellos en sus aventuras por el bosque y los baños en el río, solía quedarse en la orilla o bajo los árboles observándolos. A Román le fascinaba su pequeña amiga, decía que Desdémona flotaba ingrávida sobre sus pies, tal era la agilidad que demostraba. Julia apretaba fuertemente los labios cada vez que le oía hablar así, y si la pequeña la había observado en ese momento con aquella mirada suya tan penetrante, Julia sin contemplaciones la había rehuido velando sus pensamientos a aquellos ojos que consideraba descarados y salvajes. Estuvieron juntos hasta que Román cumplió los catorce años, momento en que los dos hermanos partieron hacia distintos internados para seguir sus estudios.
No volvieron a verse hasta cuatro años después. Desdémona, gracias a los buenos cuidados que le había prodigado la excelente cocinera había crecido fuerte y sana. Román y Julia también habían cambiado mucho y con sus ropas elegantes y a la moda deslumbraron a todos los componentes del servicio de la gran casa, los dos venían cargados de proyectos para pasar un verano entre fiestas, excursiones y amigos que no tardarían en llegar. Román había heredado de su padre el gusto por la música y las letras y sufría de unos dieciocho años tormentosamente románticos y novelescos. Julia más fría y reflexiva, era muy consciente de la realidad y creía firmemente que ésta podía doblegarse con decisión y firmeza para satisfacer sus caprichos.
En esos cuatro años Desdémona había aprendido y comprendido que su lugar no estaba al lado de sus compañeros de juegos y un poco por timidez y otro por respeto, se mantuvo alejada de ellos durante unos días. Todas tardes solía bajar hasta la casa de su padre y después volvía corriendo a través de los campos, por los atajos conocidos; no había perdido nada de su agilidad y se sentía libre y feliz en aquellos momentos de expansión. Al cuarto día de su regreso, Román vio desde la ventana la llegada de su antigua compañera de juegos corriendo con la melena al viento, y no dudó ni un momento de quien era ella. No pudo reprimir emitir unas palabras en voz alta -‘Corre Desdémona, corre, flota, vuela, tu cuerpo es como una melodía’-. Si él se hubiese girado en ese momento, se habría sorprendido con la expresión de odio reflejada en la cara habitualmente serena de su hermana. Julia había sentido en ese momento renacer los celos infantiles que le habían embargado durante tantos días en su infancia, y tal vez por la inconsciencia de sus dieciséis años o porque sus celos habían madurado demasiado en su espíritu, decidió esa tarde acabar con Desdémona.
Román, Julia y Desdémona se hallaban tumbados sobre la hierba, oyendo el rumor del agua cantarina, secándose al calor de los rayos del sol. Se habían bañado juntos, se habían recordado anécdotas de los días pasados en aquel río y ahora descansaban medio adormecidos por el calor. Julia se incorporó y sacó botellines de refresco de la cesta que habían llevado con la comida, le tendió uno abierto a su hermano, mientras ella bebía de otro. Román señaló hacia Desdémona y su hermana se encogió de hombros en un gesto despectivo y continuó bebiendo, a él no le gustó esa altivez de su hermana, sentimiento cada vez más habitual en ella. Llamó a Desdémona y le ofreció su botella, la muchacha le dio las gracias con sus ojos brillantes. Y comenzó a beber con la sed impetuosa que trae el calor del verano, bebió más de la mitad del líquido de la botella y la dejó caer mientras la tarde se nublaba para sus ojos, unos ojos de penetrante mirada que se clavaron en los de Julia, leyendo por fin en ellos el odio desafiante y corrompido por los celos. Román no veía a su hermana, el cuerpo de Desdémona dejó de flotar ante él y cayó sobre la hierba, pesado, inerte y sin vida.

SONETODECUERDA 24/01/0723:47